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Anatomía de una decisión

Anatomía de una decisión

Por Sara López

Momentos como el que estamos viviendo, marcados por la desconfianza y la incertidumbre, producen diversos efectos sobre la sociedad en general y el inversor en particular. Una de las emociones que mejor describe el panorama actual es, sin duda, el miedo. El miedo puede entenderse de muchas maneras; podemos interpretarlo como una sensación intensa y desagradable ante la percepción de un peligro real o imaginario; como una respuesta de alerta del sistema nervioso ante un estímulo potencialmente amenazante o incluso como una actitud de evitación, rechazo y huida frente a lo desconocido.

El filósofo Jose Antonio Marina[1] afirma que el miedo produce un triple estrechamiento de la conciencia; corporal, psicológica y conductual. Cualquiera de estas alteraciones de la conciencia puede afectar al comportamiento del inversor, produciendo efectos que lleguen a transformar su percepción de la realidad, la certeza sobre los conocimientos y la experiencia adquirida y, por tanto, desembocar en la toma de decisiones irracionales.

Daniel Kahneman en su obra Thinking, Fast and Slow distingue dos sistemas de pensamiento, el pensamiento rápido y el pensamiento lento. El sistema 1 hace sugerencias constantemente al sistema 2 en forma de impresiones, intuiciones, intenciones y sensaciones. Si cuenta con la aprobación del sistema 2, las impresiones e intuiciones se vuelven creencias y los impulsos se convierten en acciones voluntarias. Solo cuando el sistema 1 encuentra alguna dificultad, recurre al sistema 2 para que sugiera un procedimiento más detallado y preciso que pueda resolver el problema. Este reparto del trabajo minimiza el esfuerzo y optimiza la ejecución. Por tanto, intuición y razonamiento serían los dos modos de pensamiento.

Sin embargo, no debemos ignorar la dicotomía entre razón y emoción. El comportamiento humano rara vez responde al ideal del agente plenamente racional. Nuestras decisiones están profundamente influidas por los impulsos rápidos e intuitivos del sistema 1 y por la pereza del sistema 2. Por tanto, cuando el miedo entra el juego este delicado equilibrio se rompe y se generan transformaciones en la conducta que se identifican como sesgos.  Los sesgos de conducta pueden entenderse como atajos mentales o “trucos” cognitivos, que utilizamos para simplificar la toma de decisiones en contextos complejos o inciertos. La economía conductual estudia precisamente cómo estos mecanismos influyen en la percepción de la realidad y en los estados de conciencia, llevando muchas veces a los individuos e incluso a los inversores experimentados, a tomar decisiones que se alejan de lo racional.

Los principales sesgos cognitivos en la toma de decisiones de inversión son:[2]

  • Confirmación: interpretación de la información ya existente o búsqueda de una nueva para corroborar convicciones o ideas previas.
  • Anclaje: predisposición a dar más peso a la información obtenida en primer lugar que a una nueva que la contradice (no se consideran los riesgos asociados).
  • Autoridad: tendencia a sobreestimar las opiniones de determinadas personas por el mero hecho de ser quienes son y sin someterlas a un enjuiciamiento previo.
  • Prueba social: tendencia a imitar las acciones que realizan otras personas bajo la creencia de que se está adoptando el comportamiento correcto.
  • Descuento hiperbólico: propensión a elegir recompensas más pequeñas e inmediatas frente a recompensas mayores y alejadas en el tiempo (satisfacción inmediata).
  • Aversión a las pérdidas: tendencia a considerar que las pérdidas pesan más que las ganancias. Asimismo, este sesgo puede derivar en el denominado efecto miopía, especialmente perjudicial para inversores a largo plazo, éstos evalúan continuamente el valor de su cartera y reaccionan de manera exagerada a noticias y eventos que se producen en el corto plazo.

Por ello, en contextos de corrección de mercado, como el que estamos atravesando actualmente, la figura del asesor financiero adquiere una relevancia crucial. Estas caídas no solo afectan al valor de las inversiones, sino que activan respuestas emocionales intensas en los inversores, como el miedo, la ansiedad y la urgencia por tomar decisiones impulsivas. Estos estados emocionales desencadenan sesgos conductuales que pueden llevar a cancelar estrategias bien estructuradas. En este tipo de situaciones, el asesor financiero no solo cumple una función técnica, sino también emocional y conductual, ya que actúa como un mitigador frente a las decisiones precipitadas y ayuda a disuadir ese miedo manteniendo la cartera ajustada al perfil de riesgo de cada cliente.


[1] Anatomía del miedo, Jose Antonio Marina, 2006.

[2] Economía conductual para la protección del inversor, CNMV, 2020.